Todo sucedió en un almuerzo, cuando Rodolfo Molina, un hijo de ‘La Cacica’ Consuelo Araujonoguera le cursó la invitación al próximo Festival de la Leyenda Vallenata al personaje que le puso letra a un vallenato, llegando hasta 350 páginas, y no se extendió más porque fue llamado a presentarse a una ‘Casa en el aire’ y para que hiciera parte de ‘El testamento’ de su amigo fiel y sincero: Rafael Calixto Escalona Martínez.
Esa tarde y noche en Cartagena, Gabriel García Márquez recordó a su amigo con el que parrandeó y conoció de cerca los vericuetos de la música vallenata, esa música salida de los potreros teniendo como protagonistas a juglares descalzos que estrenaban canciones que bajaban desde su cerebro al pentagrama de su corazón. Esas canciones de letras sencillas, que describían desde una mujer vestida de amor, hasta la naturaleza bordada de verde y con cintillos de arco iris. A eso era sencillo unirle la melodía, que consistía en silbidos cortos o largos, que luego registraban en el acordeón para luego darle vida musical.
Gabo, el de la mente prodigiosa que creó a Macondo, se extasió hablando del ayer, del aporte de Escalona con sus bellas canciones que tenían su propio sello; de los personajes a quienes dio vida musical y de las mujeres a quienes coqueteó con sus canciones, e hizo posible que sus corazones se inclinaran para su lado.
En un momento de la charla, llegó a la mesa el nombre de Jaime Molina y todo cambió. Gabo se transformó haciendo alarde de su magia macondiana para describir en detalle la vida y obra de dos amigos que fueron más que hermanos, y que se hicieron una promesa que nunca se debió cumplir, sino ser eternos toda la vida. Eso no se podía, a pesar de sus palabras, porque como lo dijo el mismo Escalona: “Nadie nació para semilla”.
Estando en esas, el hijo de Aracataca se paró de la silla y para alegría de todos comenzó a cantar:
Recuerdo que Jaime Molina
cuando estaba borracho ponía esta condición
que, si yo moría primero él me hacía un retrato
o, si él se moría primero le sacaba un son
ahora prefiero esta condición
que él me hiciera el retrato y no sacarle el son.
Era una voz suave, lenta, pero con la nostalgia necesaria para escribir con música la historia de dos personajes que dejaron huella en el mágico país vallenato. Mejor, la radiografía a color del dolor, la tristeza, la melancolía y de un golpe certero de la vida, por la muerte de un amigo bueno y fiel.
La cosa comenzó muy niño
Jaime Molina me enseñó a beber
a donde quiera estaba, él estaba conmigo,
y donde quiera estaba, estaba yo con él.
Ahora me duele que se haya ido
yo quedé sin Jaime y él sin Rafael.
Al llegar al final de la canción, y con cara de satisfacción al recordar cantando a sus dos amigos que ya partieron, Gabo expresó: “esta es la canción que más me gusta, que me trae nostalgia y me recuerda todo el entorno bonito de Valledupar”.
Su mente prodigiosa siguió recordando que en 1950 conoció a Escalona, y la mayoría de ocasiones organizaban parrandas. Siempre ocurría lo mismo: los dos se refugiaban en cualquier sitio a contarse sus vidas y terminaban cantando vallenatos. Como si lo hicieran con libreto, se alejaban del acordeón y en voz baja duraban largo tiempo enlazando emociones y frases alrededor de cualquier historia de Macondo, ese lugar que ellos conocían al dedillo.
Consuelo Inés
El recuerdo de Escalona se escapó un instante cuando vio juguetear por el comedor a la hija menor de Rodolfo y Gloria. Lo primero que preguntó fue por su nombre: “Consuelo Inés”, casi le contestaron en coro, y esto fue suficiente para transportase a Valledupar y dibujar en su mente a Consuelo Inés Araujonoguera. “Tiene la misma inquietud de su abuela”, dijo Gabo y enseguida hizo un recorrido por la vida de la mujer que hizo posible que el vallenato tuviera nombre propio y se metiera en el corazón de los colombianos, con la creación del Festival de la Leyenda Vallenata que formó al lado de Alfonso López, Rafael Escalona y muchas personas más.
En ese momento, la frase de Juan Gossaín quedó como anillo al dedo: “Consuelo es irrepetible. A ella, como dicen los campesinos de mi tierra la parieron y después rompieron el molde”.
Gabo también anotó unas frases contundentes para referirse a ‘La Cacica’, una mujer que con su trabajo, talento y dedicación vistió de música al Valle del Cacique Upar, y desde la Plaza Alfonso López lo puso a danzar al ritmo del pilón, a interpretar y cantar los cuatro aires del folclor vallenato.
Rodolfo Molina Araújo escuchaba al Nobel de Literatura, emitía algunos conceptos y al final le dio muchas gracias por tener ese alto concepto de su mamá, la matrona que con su aporte a la historia de Valledupar permitió que hoy sea conocida por el acordeón, la caja, la guacharaca y por bellas canciones, entre ellas ‘Honda herida’, la que más le gustaba.
Al final de la emotiva reunión de más de ocho horas, se brindó una copa de vino, se dieron un abrazo de amigos y se notaba que el cariño estaba regado por toda la casa porque se pusieron al día y compartieron hasta quedar repletos del legado que dejaron ‘La Cacica’ y Escalona. No había otra alternativa que decir con la nostalgia en pena: “Ya se fue Escalona, pero de recuerdo nos dejó un paseo, que habla de aquel inmenso amor, que llevo dentro del corazón”.
Al salir de la casa, la brisa de Cartagena, bella y señorial, acariciaba a los contertulios, y a lo lejos, no se sabe porque motivo, se escuchaba una conocida melodía que entrelazaba la frase: “Voy hacer mi casa en el aire/ pa´ que no la moleste nadie”. Lo anterior se dio como una señal de que Escalona está en todas partes y desde su casa en el aire vigila todos los movimientos que se originan alrededor de la música que lo declaró como “El más grande de todos”.
Fuente: Vallenato Canada